Hay quienes (¿no es cierto, Eliseo?) tienen las valijas hechas, más o menos, desde septiembre.Otros que empiezan a atar sus moscas apenas termina la temporada anterior.
También los hay, en Palermo o donde pueden, quienes calman sus ansias ensayando nuevos estilos y soñando con que el pasto se convierta en aguas cristalinas.
Y otros, entre los cuales me incluyo, nos pasamos arreglando el arsenal mosquero, como buscando algo, pero en realidad lo que hacemos es buscar más recuerdos... y para eso cambiamos las cosas de lugar.
Y también los hay, los que con sacrificio de otros, en este caso usted amigo lector, escribimos para decir lo que sentimos, para que no quede escondido adentro lo que por sentido valoramos.
Por suerte, muchos de nosotros, los pescadores con mosca, tenemos la suerte de que aún nos gustan otras pescas, como las correrías laguneras, las corridas hacia el mar, el muy gratificante pejerrey Guazú, o la escapada por los pagos del dorado. Atención. No confundir. He dicho dorado. Así se lo llama con mosca o con spinning. El otro, el afichero, el que hacen para los neófitos, el trolero, no es deportivo. Y punto con esto, que ya hemos hablado mucho!!!
Claro que por más que uno busque y pesque otras cosas, y de otras formas, apenas enganchamos una charla nocturna de un fin de semana pesquero, y donde haya más de dos, sea donde sea, entre trago y trago, surge de la noche el recuerdo de “allá”, el de truchas relampagueando en los aires, el de aguas en ríos de piedra en piedra verdes, la soledad remota y larga de los lagos fríos, el de mil anécdotas, el de tantos sueños, y cuando eso sucede, pareciera que mueren todos los otros temas: la trucha ganó la noche para ella sola, brillan los ojos, se alegra el whisky, se alza la risa y se emociona la voz...
A la recordación del ámbito portentoso, dotado con generosidad de vida cierta, casi sobrecogedor porque ante la pequeñez humana adquiere dimensiones enormes, se entienden quizás las sensaciones fuertes y toman lugar los que saben valorarlas.
Sí, paciente y amigo lector, repito lo de siempre. El viento helado en el rostro. El fuego lleno del fogón surero. El silencio eterno y religioso del bosque, donde vive sus tiempos milenarios el alerce. O los del tiempo largo de la araucaria, sin otoños. O la noble dureza de la lenga erguida. O el multitudinario coihue. O el generoso ciprés. O el arrayán ofendido de su destino de postal...
Ahí, donde hay música sin que haya pajaritos...
O nuestras aguas limpias...
Porque es de siempre, porque lo tenemos dentro, porque pareciera a veces que fuera nuestro, será, así repetido, nuestro. Hasta que el bueno de Miguel Martín Zabaleta nos diga que no va más, que está harto de lo que escribimos y así, desaparezcamos para siempre...
Algún pseudo avanzado discípulo de Sigmund Freud, de seguro nos calificaría de desubicados, o con más erudición quizás, de inmaduros.
Yo no sé si soy desubicado por querer alejarme de un lugar donde un terrible y vociferante conjunto de enajenados supone que vivir, es correr con desesperación y frenesí, tras la supuesta obtención de bienes materiales, lícitos o no; o tal vez intentar acertar con las premoniciones horripilantes de devaluaciones de antiguo estilo; o tras cualquier otra negociación “próspera”, rápida y especulativamente generosa, tanto en pesos como en úlceras e infartos...
Si así fuera, con sinceridad me alegro de formar el sonriente ejército de los desubicados!
Tampoco sé si se es inmaduro por no aceptar participar de la adaptación a un mundo alienado y alienante, donde todos pugnan por destruirse y por destruir, teniendo por objetivo el “triunfar o sobresalir”...
Si esto es cierto, me anoto en el bando de los inmaduros...
Allá en mi sur, el ser humano se consustancia con el ambiente en que vive. Por supuesto que de esta afirmación no pueden participar los que hacen vida ciudadana en los centros vitales de turismo. Estos, cuando se compenetran de esta función de anfitrión de turismo, adquieren la incurable enfermedad de las ciudades y sus vicios (¿no es cierto, noventa por ciento de Bariloche?).
Volvamos a los verdaderos.
No sólo es el hábitat natural. El medio ambiente.
La gente es distinta. La hay mejor, más noble, más cierta.
Como si las noticias ácidas de la ciudad contaminada no le llegaran.
O al ser atenuados por la distancia y por el tiempo, el contenido hostil y agresivo de la noticia llegara atenuado, como si hubieran vacunado al receptor, y el virus metropolitano hubiera perdido su natural virulencia...
El hombre de la montaña es más sano vitalmente. Es más integro en una espiritualidad sin privaciones.
En contacto con la pureza natural, pareciera mimetizarse en ella y volver a la pureza de su origen.Esa vida requiere otra filosofía. No necesita dureza, porque no necesita apartarse. Se le hacen gratos y fértiles los encuentros.
No sé si será que influye el medio ambiente, o tal vez que ya estamos muy metidos en esa mentalidad de tanto quererla, pero cuando andamos pescando por allá, en las noches cuando se arma un fogón de esos, chico pero con vivencias, nos parece que se hacen más fuertes las amistades y jamás aparece la discusión entre gente que está “afinada”, como pasa entre dos guitarras, para que juntas toquen bien...
Cuando nos vamos de la ciudad contaminada, convulsa y tumultuosa, rumbo sur, buscamos a la gente de allá. Al “ser surero”, ese hombre o mujer distinto, que descienda de quien descienda, que venga de donde venga en sus ancestros, se ha aquerenciado en las tierras frías, ha ganado la paz, se forjó duro y generoso en la intemperie, asimiló fuerte su contacto con lo natural, y visualizó el contorno de sus grandezas profundas.
Haré una pretendida estampa de algunos “seres sureros” que en este andar pescando, que ya parece largo, fui conociendo, y a los cuales agradezco reverente al haberme enseñado tantas cosas, tal vez sin saberlo. Porque de tan generosos en su forma humana y vital, de seguro que no han advertido ni les preocupa advertir que son ellos los que nos enseñan a nosotros, porque ellos viven...
Hace ya largos doce años conocí, en la margen derecha del Futalaufuquén, a don Mindo Rosales.Hecho en las cosas rudas y difíciles de los inviernos largos, de los caminos cortados por las nevazones, de los tiempos de vivir muchos meses alejado de cosas tales como un médico...
El tiempo, y sus cosas, como esa del progreso, cambiaron las condiciones y ahora, éstas son menos duras tal vez.
Pero en los ojos de don Mindo, llenos de sur, uno advierte ahora esa paz, esa serenidad interior, esa tranquilidad cuando se vive, cuando se pasa por la vida sin apuros, sin egoísmos ni pequeñeces, admirando y dando las gracias a Dios por tener la suerte de vivir allí!

Allí mismo en esa margen derecha, conocí otro “ser surero”.Vasco francés de origen, don Martín Mermoud, llegó a Futalaufuquén hacía varios montones de años, cuando no había ningún camino, cuando no había más remedio que hacer senda para poder llegar...
Las dos familias, la de don Mindo y la de Martin, suerte grande de pioneros, hicieron en esa margen derecha, del esfuerzo personal y conjunto, una religión; y de la conducta y la decencia, una forma de vida para ellos y los que vienen detrás!
“Ser surero”, Martin Mermoud me supo impactar allá lejos y hace tiempo, cuando por 1966 llegué a su hostería, Quime-Quipán. Hombre limpio de mente, sereno, generoso, sonriente, hábil, trabajador, bueno, como tantos de esos vascos que si el país hubiera traído más, tal vez andaríamos mejor hace más tiempo...
Unos metros más allá, mejor dicho un par de kilómetros, está Los Tepúes, la hostería del viejo don Mindo Rosales.
Con esto debo aclarar, para que ningún desorejado se aproveche, que no estoy haciendo publicidad. Se trata de muy buenos lugares, y de mejores gentes. Se trata de hacerle un favor al que vaya...
Si yo en mi vida profesional (de algo tengo que vivir) tengo una agencia de publicidad (y a mucha honra!!!) en esto de la pesca, me divierto a lo grande. POR ESO PESCO Y POR ESO ESCRIBO. PORQUE ME DIVIERTE Y PORQUE ME GUSTA.
Quizá justamente por eso, porque me divierte, y me gusta, hago las dos cosas, escribir y pescar, pescar y escribir. ¿Está claro?
Tal vez si tuviera intereses materiales ($ por ejemplo...) la cosa hubiera perdido sabor.
Sigo. Un día de esos que me gustan allá, lluvioso y frío, y que me parece que estoy más solo con todo lo mío, caminando por la costa previa al Río Arrayán, me encontré con la casa de don Juan Toro. En la bahía de Toro, tal como se llama por él.
Un paisano alto y delgado. Rostro anguloso y bigotazo. Profundos y seguros ojos negros. Sonrisa amable. Voz suave. Envuelto en su poncho Castilla, esos ponchos negros como la noche, hecho en Chile, esos que siempre lleva el arriero patagónico cordillerano, noble y sabihonda protección contra la nevazón, la lluvia fría y el viento helado.
Me invitó a tomar unos mates, junto al fuego. Así fuimos sin apuro, caminando por los temas, andando con llaneza una conversación sin cálculo, una charla sin estridencias y con reflexiones, con verdades y sin preconceptos, porque había tiempo, porque el lugar detenía el tiempo, y porque entre don Juan Toro y yo, ese día, vibraban con armonías dos mundos distintos en sus elementos comunes: una misma forma de pensar el mundo nuevo, que hay imperiosamente que vivir. Por supuesto que para que llegara eso somos los de acá los que tenemos que acercarnos, y, lamentablemente sucede al revés: nuestro progreso llega a ellos y los destruye... realmente lamentable!
En esa conversación, que quisiera volver a tener y quizá sea pronto, advertí que Juan Toro no estaba solo. Está con todo eso que es él, donde seguro algún día morirá. Es decir, que ha vivido realmente cerca de Dios, en la inmensidad de su vida natural.
No alcanzan las páginas para describir gentes que quisiera no olvidar.
Pero el “espacio” tiraniza.
Cuando he tocado el “ser surero” sobre el que he de volver cuando el invierno que viene haga nostalgias estas notas, no puedo cerrar ésta sin hablar de alguien que forma parte de algo que podría llamarse el folklore surero.
Conocí a don José Julián, hoy maravillosos ochenta y pico de años (el pico lo esconde con estoicismo!) una vez que llegué a la Hostería Chimehuin recomendado por un tipo cuya cara y cuya trucha alegran la tapa de este ejemplar de Safari: Eliseo “Gallego” Fernández, con todo respeto, otro “ser” que algún día será “surero”...
Yo venía de Bariloche. Año 1960. Ó tal vez 61...
Tenía yo una tarjeta de crédito. Y en el índice de la misma estaba la Hostería Chimehuin.
Confié en ella y alargué mi estadía. Por aquellos caminos de entonces, donde cualquier cosa se podía romper en el auto, era mejor andar con respaldo, y el no pagar efectivo allí, ayudaba mucho.Cuando al fin, y desgraciadamente, llegó el momento de partir, pedí la cuenta, y extendí mi tarjeta con seguridad... Casi me muero, pues mi interlocutor me dijo: “¿Qué es eso, señor Rocca Rivarola?”.
Nunca había tenido nada que ver con la referida tarjeta ni con el Club respectivo!!!
Mientras yo explicaba el motivo de esta situación, iba pensando con pesar: “no sé para qué explico todo esto, si este tipo lógicamente quiere cobrar”.
Y fue ahí cuando casi me vuelvo a morir.
Me dijo: “Amigo, este es mi número de cuenta corriente en el Banco de la Nación de la Capital Federal, Casa Central. Cuando le venga bien, deposite el importe de su adición aquí. Muchas gracias”.
Esta anécdota, cierta y mía, lo pinta de cuerpo entero al Viejo “Turco” y a toda su familia.Hizo de todo desde 1912, en que llegó solo y de muchacho, al sur.
Hace unos años, el Regimiento de Junín de los Andes, por una feliz iniciativa de su Jefe, le entregó a don José un recuerdo militar y montañés, de este gran Ejército Argentino (Sí, Argentino con mayúsculas) POR EL HECHO DE SER EL HABITANTE MAS ANTIGUO DE JUNIN DE LOS ANDES.
Este “Turco” es famoso en el mundo. A la mesa se su hostería se sentaron los mejores pescadores de mosca del mundo. Joe Brooks se llenó de vida allí, y lloró ante un gesto de don José. Escribió sobre él. De todas partes del mundo llegan cartas pidiendo reservas... O simplemente saludando porque este año no pueden venir.
Nos conocimos todos allí. La Asociación de Mosca nació allí. Los maestros de la Asociación allí aprendieron, y allí se nutrieron. El Bebe Anchorena instaló su descanso, su paz y su cátedra allí, y que nunca se vaya.
Un señorazo de la vida y de la pesca como Charles Radziwill, Príncipe de título nobiliario, pero Rey de la amistad, año a año está allí.
Un maestro de la Mosca, y de todas las cosas, como Eliseo Fernández, sigue también en lo de don José, enseñando a muchos, como hace ya años nos enseñó a otros, y de lo cual estamos orgullosos.
Es la hostería de don José, y doña Elena. La heroica Elena!!!
Hace unos meses llegué fuera de temporada, en pleno y duro invierno.
Me desvié de la ruta, y del tiempo disponible, para llegar.
Llegué en un puchero de todos los días. Y pensaba seguir viaje después. Pero se hizo siesta aquel puchero... Y tras la siesta, se hizo el “fierro” en la hostería de don José, para asar el costillar maravilloso, ese que añoro inviernos enteros. Y la charla se hizo larga, con añorazos y con vinos, con la buena compañía del gran amigo Bottanelli, felizmente Intendente de Junín de los Andes, y diario visitante de don José.
Luego la noche se hizo silenciosa en mi habitación junto al río.
Comenzó a cantar su arrullo el Chimehuin, mientras el ñire ardía en la estufa de leña, y yo le pedía al sueño que me dejara, cuanto menos, escuchar un rato...
Amaneció. Los abrazos y los ojos llorosos de cada despedida, el camino para pensar, más en lo que queda atrás, que en lo que viene adelante... pero ya falta poco para volver!