El problema con África es que se mete desde el primer minuto en nuestra sangre. Es un sentimiento sobre el que había oído o leído miles de veces, pero no pensé que podía experimentar en carne propia. 
En estos momentos, inclinado sobre mi computadora y a miles de millas de distancia, pienso en África. 
Cuando salí esta mañana de casa las hojas amarillas de los fresnos cubrían la vereda, señal que anuncia el otoño en Buenos Aires y sin embargo mis pensamientos seguían en las interminables sabanas cubiertas de hierba y los bosques saturados de color de África.
Cada salida de pesca nos entrega algo especial pero la primera vez que sentimos un elefante en plena noche rascarse contra los postes que soportan la carpa, se despiertan en cada célula de nuestro cuerpo sentimientos muy profundos que no son fáciles de compartir ni explicar.
A través de la ventanilla del pequeño aeroplano que nos trasladaba desde Lusaka, la capital de Zambia, hasta nuestro campamento, el terreno cubierto de árboles secos y pasto quemado pronto dio paso a colinas y cerros más pronunciados y una de las puntas del extenso valle del Gran Rift comenzó a deslizarse abajo nuestro mientras sobrevolábamos el río Luangwa. El extremo del valle se pierde en las escarpadas elevaciones que preceden al majestuoso río Zambezi. 
Hacía solo un par de meses que las últimas gotas habían caído sobre el terreno y el valle todavía lucía muy verde. Desde el aire, el río Zambezi parecía una serpiente gigante moviéndose lentamente en curvas perezosas, los bancos de arena amarilla formaban las manchas del cuerpo del imaginario reptil.
Giré en mi asiento mirando de nuevo la espalda del piloto que bajaba la velocidad en busca de la pista. Pequeñas turbulencias de aire caliente nos avisaban que el suelo se acercaba para darnos la bienvenida al pasado del planeta.
Podíamos ver inmensos baobab con sus extrañas copas como raíces apuntando al cielo, como si alguien los hubiera plantado al revés. Los cuentos dicen que hace mucho, por su arrogancia, el baobab fue condenado a vivir así, sin embargo no dejan de lucir magníficos.
El aeroplano inclinó de forma pronunciada el ala izquierda perdiendo altura rápido al tiempo que describía un amplio círculo. Pudimos ver la pista de tierra colorada sobre los hombros del piloto mientras este señalaba un grupo de elefantes que apuraba el paso hacia el río. La sombra del avión pasó sobre ellos casi sobre la pista.
En pocos segundos las gomas tocaron la tierra y tras algunos rebotes el avión se detuvo cerca de las camionetas que nos esperaban a la sombra de unas acacias.
Finalmente pisábamos África en tierras de Zambia, a metros del majestuoso río Zambezi, río que forma las impresionantes cataratas Victoria algunos cientos de kilómetros aguas arriba.
Al bajar, pudimos sentir la respiración caliente de África mientras un grupo de monos babuinos aprovechaba la sombra cerca de las camionetas, sin que nuestra presencia pareciera alterarlos demasiado en su búsqueda de raíces y tallos tiernos.
Durante mucho tiempo habíamos soñado con África, sus planicies cubiertas de altos pastos, sus bosques y sus animales. Teníamos miedo de que hubiera pasado demasiado tiempo y los cambios que llevan al mundo a un destino incierto hubieran borrado gran parte del encanto que esperábamos encontrar.
Zambia no pudo escapar a un pasado turbulento de guerras y destrucción de la fauna pero hoy goza de una irreconocible tranquilidad. Lusaka, la capital con cerca de dos millones de habitantes ya tiene centros comerciales y comida rápida. Una creciente clase media maneja autos de lujo que han dejado de ser prerrogativa exclusiva de los políticos de turno. Sin embargo, en la ciudad todos se saludan como si el ambiente del pueblo antiguo todavía existiera. 
Al bajar del avión pensaba también en el eterno conflicto que se da en África entre los animales y la gente. ¿Encontraríamos el clima de los antiguos safaris o personas con el celular pegado a la oreja?
A los puristas todavía nos gusta soñar con los buenos viejos tiempos, con un territorio de pioneros y viejos cazadores que reaccionaban con rapidez ante los peligros o los clientes aburridos.
Esos buenos viejos tiempos donde el celular todavía no se había inventado, las líneas de teléfono apenas alcanzaban las afueras de los pueblos y una comunicación o dos por radio alcanzaba para solucionar las necesidades del día.
Afortunadamente, el campamento en el río Chongwe nos presentó las credenciales de un verdadero sitio salvaje donde la civilización todavía no tiene derecho a entrometerse.
Llegar a Chongwe por avión no es la mejor manera de notar lo remoto del lugar pero es un sitio duro para llegar manejando, todos los senderos son de tierra y si llueve se convierten en algo imposible de negociar aun con la más preparada camioneta.
Nuestra tienda estaba a metros de la desembocadura del río Chongwe en el gran Zambezi, el mismo sitio donde acampaba Livingston en sus viajes por el río.
Por un momento sentimos como si los fantasmas de los viejos exploradores y el mismo Livingston nos recibieran para contarnos que entrábamos en un mundo diferente.
Los tiger fish fueron una excusa para llegar allí pero en esos momentos, mientras orientábamos la cara a la brisa que venía del río con olor a vegetación y animales, sentimos que una capa de piel se desprendía de nuestros cuerpos, una capa que refleja valores de civilización y sociedad que nos transforman en algo que muchos nunca quisimos ser, un número en la máquina de alguien más.Al sentir la brisa del Zambezi, al ver los primeros hipopótamos totalmente libres, uno se siente como un chico de nuevo, con muchas ganas de gritar con fuerza y sonoramente.
Dejamos en un instante al civilizado atrás, al paso de años de confortable vida civilizada y segura en la ciudad para dar un nuevo paso y como esponjas absorber todo lo que este nuevo y extraño mundo quería mostrarnos.
Pronto decidimos cómo serían nuestros días en las tierras de Livingston, safari a pie o camioneta y pesca de tiger fish por la tarde, cuando la acción es más violenta.
A pesar de estar en África casi central, las mañanas eran frescas, ideales para la fauna que camina pero inconvenientes para una buena pesca. A media mañana los animales ya comienzan a buscar sombra para echarse y era el momento en que volvíamos al campamento.
Se almuerza temprano y tras una siesta recorríamos el Zambezi en busca de Tiger Fish y otros peces que pudiéramos tentar con una mosca.
El río Zambezi es uno de los grandes ríos de África y se extiende por varios miles de kilómetros. El curso recorre tierras bajas que se inundan por completo en la época de lluvias, por lo que forma centenares de islas, bancos de arena, curvas y accidentes de todo tipo. Muchos tributarios lo alimentan en la época húmeda aumentando el caudal.
A diferencia de los dorados, los Tigers prefieren aguas más lentas y no se ubican tanto en las puntas y delante de los troncos sino detrás de ellos en las zonas donde el agua pierde velocidad y se arremansa.
Armados de una dentadura que no tiene proporciones con nada, los tiger tienen un pique rápido y violento. Los de cierto tamaño dan una lucha que no tiene relación con su tamaño. 
No son fáciles de mantener en el anzuelo justamente por la dentadura desproporcionada que portan. No queda mucha piel en la boca para que el anzuelo se agarre y pronto notamos que los anzuelos finos daban mejor resultado que los normales que usamos para dorado.
Desde las tres de la tarde hasta que empezaba a anochecer se mostraban muy activos pero siempre tuvimos que buscarlos abajo con líneas sinking.
Hay tantas águilas pescadoras en los árboles de las riberas buscando una presa que los peces han aprendido lo peligroso que es nadar cerca de la superficie.
Las águilas, que en muchos casos nos acompañaban al pescar viendo si podían robarnos algo, son de gran tamaño y muy capaces de levantar por los aires un tiger de varios kilos.
Al ver un tiger no hay duda de que tienen un parentesco lejano con nuestros dorados, la marcas del cuerpo se parecen lo mismo que los colores en las aletas pero la dentadura de un tiger, como la copa de un baobab, parece algo nacido de un gran capricho.
Lo cierto es que viendo el tamaño de los dientes de los tigers pensamos de inmediato en el stress que deben pasar los otros peces en esas aguas.
Los tigers no prestan atención al leader por lo que optamos por un tramo de fluorocarbon de 25 libras de un par de metros con un cable de acero de 40 libras antes de la mosca.
Las moscas de craft fur como las que usamos para dorado o tarpón funcionaron muy bien, pero a veces no bajaban lo suficientemente rápido atrás de los troncos, entonces las tipo Clouser realmente eran imbatibles, especialmente una que bautizamos Zambezi Ripper [Ver Sección Atado para encontrar esta mosca], que me gustaría probar a fondo con los dorados, ya que fue notablemente mortal con los tigers de todo tamaño.
Los encuentros con animales salvajes son constantes en las orillas del río. Como estábamos en época seca, la mayoría de los espejos de agua internos iban desapareciendo y los animales bajaban por la mañana y la noche al río.
Tirar una mosca con un elefante macho de varias toneladas agitando el agua a metros de distancia nos trae fuertes ecos que vienen directo de los primeros exploradores blancos que pisaron la costa africana. Grandes y ruidosos grupos de hipopótamos aparecen en cada parte baja del río y como pueden permanecer bastante sumergidos hay que navegar muy atentos. Los machos adultos son bastante malhumorados y no pierden oportunidad de probar que son los dueños del río. Ni siquiera los grandes cocodrilos que toman sol en las orillas están muy dispuestos a medirse con un hipopótamo enfurecido. Un hipopótamo adulto es muy capaz de partir en pedazos a un cocodrilo con un solo movimiento de sus fauces armadas de importantes colmillos.
Los animales son el evento principal por lo que disculparán si la pesca toma un lugar secundario en este relato, ya que son los animales los que le agregan otra dimensión a la ya de por sí extraña mezcla del lugar.
En esas tierras ahora preservadas nuevamente, la línea entre la realidad y la fantasía se torna extremadamente delgada y tanto el científico como el soñador encuentran su lugar y muchas veces la misma respuesta.
La magia es obvia y no se esconde bajo la superficie, no tenemos que buscarla sino que ella nos cubre por completo desde el primer momento que ponemos un pie en esa tierra tan especial, haciéndonos experimentar la Naturaleza en profundidad.
En el pequeño intervalo entre la tarde y la noche, cuando todo parece muy quieto y los pastos altos y los árboles adquieren una tonalidad azul antes de pasar al negro, gradualmente los sonidos del día cesan y se produce un intervalo hasta que la noche anuncia su dominio total y las ranas cantando primero parecen dar la señal para toda una orquesta nocturna de sonidos, chillidos y drama.
Varias veces al sentir algún sonido en especial imaginamos lo que sentirían algunos animales al ser acechados por algo que difícilmente pudieran ver y sentimos algo parecido a lo largo de nuestra columna cuando nos acercamos a un grupo de leones o un leopardo caminando a un par de metros.
La noche llega rápido y la cena al lado del fuego permite compartir una parte de las experiencias de la tarde. Los hipopótamos, ni bien la luz se va extinguiendo, salen del río en busca de pastos tiernos que pueden significar largas caminatas.
A muchos les gustaba ramonear al lado de nuestras tiendas, los veíamos todas las noches a través de las ventanas abiertas y los mosquiteros.
Por la noche las paredes de nuestras carpas cobraban vida con los sonidos nocturnos y el movimiento de lagartijas y ranas que en busca de polillas y otros insectos abandonaban todo tipo de escondrijos diurnos. Hay ranas de todo tamaño, desde pequeñas como un garbanzo hasta otras del tamaño de un puño. Hay que tener cuidado para no aplastar alguna en la tienda al caminar de noche, a pesar de que la mayoría prefería mantenerse en cortinas, mosquiteros y cualquier otra cosa vertical.
Las ventanas abiertas eran un recordatorio de cuán vulnerables somos en esos parajes, cuán fuera de lugar nos sentimos al menos la primera noche cuando aparecen los primeros animales grandes caminando sigilosamente por el campamento.
Luego de un par de días ni un elefante apoyándose contra la carpa podía evitar que nos durmiéramos.Para ver animales hay que levantarse temprano. Tan temprano como las cinco de la mañana, desayunar en forma y saltar rápido a las camionetas.
Monos vervet y babuinos deambulan tranquilos entre impalas, pukus, cebras y jirafas.Escurridizos bushbucks y kudus se pierden enseguida entre los matorrales, ayudados por las marcas en su piel al tiempo que grandes manadas de búfalos buscan alguna sombra.
Cientos de miles de elefantes alguna vez recorrieron esas tierras, hoy solo quedan algunas decenas de miles pero su número lentamente va en aumento.
Casi todos los animales toleraban bastante bien nuestra cercanía pero hay que estar muy atentos al mensaje corporal que nos envían, sobre todo cuando estamos a metros de elefantes con crías. Las hembras grandes y los machos jóvenes que normalmente las acompañan no tienen demasiada paciencia y enseguida avisan cuando la empiezan a perder, con movimientos de las orejas, sonidos agudos y fuertes sacudidas de la trompa.
En el agua, el show es impresionante y uno reza para que el motor del bote no se pare de golpe o nos atasquemos en un banco de arena.
Cuando nos acercábamos a pie, la adrenalina circulaba por nuestro sistema sin restricciones, activando cada poro de nuestro cuerpo.
El disparador de la cámara suena como una ametralladora Gatling mientras calculamos cada paso al tiempo que pesadas gotas de sudor nos bajan por todo el cuerpo. A través de las lentes de las cámaras la mirada de los animales penetra directamente la nuestra y todo el misterio de África parece condensarse en un solo momento como diciéndonos que hay algo más allí, algo indefinible a simple vista. Un secreto escondido en el lugar, una invitación a un mundo al que le hemos dado la espalda y tal vez un consejo que nos advierte que en nuestro camino hacia el mundo civilizado hemos perdido por completo la habilidad de reconocer la verdadera esencia de la vida.
En África, la magia está en todas partes, en el viento que viene del río y hace sonar las ramas de las acacias levantando remolinos de polvo rojo en la época seca, en la fragancia de la vegetación mezclada con el olor fuerte y punzante de los diferentes animales, en el misterioso y agudo llamado de las hienas en las noches de luna, en el canto de los leones al otro lado del río. En la llamada larga de un babuino o impala anunciando que un leopardo los acecha o en la simple silueta de un termitero contra la luz color sangre del atardecer.
El último día nadie estaba levantado cuando me encaminé a la boca del Chongwe. El agudo llamado de un águila pescadora sonaba como un violín mientras la habitual familia de hipopótamos que volvía de sus prados nocturnos se reunía ensayando todo tipo de gruñidos y soplidos.
Como dije, nadie estaba levantado y yo había roto las reglas de esperar a los ayudantes que venían con las linternas, pero ya me sentía cómodo con los peligros de África, y los aceptaba. Un babuino estaba sentado directamente en la mesa de desayuno. Un macho grande con cara seria y pensativa. Por unos momentos nos miramos fijo mientras yo trataba de acercarme y luego de un salto desapareció rumbo a la copa de las acacias que formaban la bóveda verde del campamento.Pensé que nuestro salto a la civilización no es tan grande y no estamos tan lejos de los tiempos donde nos apiñábamos cerca de un fuego, temerosos de los ruidos nocturnos.
África nos hace sospechar que nuestra existencia tiene más de una capa, que hay una dimensión de la cual nos hemos aislado gracias a nuestra educación, costumbres y medio ambiente que nos obliga a cumplir el rol de consumidores en la sociedad.
El problema con África es que, una vez que se mete en nuestra sangre, es como la Malaria: incurable, pero no necesariamente mortal. Uno termina prisionero de la Libertad que se siente en África y, al mismo tiempo, responsable por un vínculo con muchas cosas, que nunca debió romperse.