Hubiera querido, como otras tantas veces que escribí sobre él, hacer estas líneas con una sonrisa en los labios.

Por ahora ello fue imposible, aunque sé que con el tiempo cuando éste cumpla su esencial función de mitigar las iniciales tristezas, don José Julián será un lugar inevitablemente grato en los recuerdos, será motivo de interminables anécdotas preñadas de simpatías y sonrisas, será aporte a la historia del conjunto de los tiempos románticos de la Patagonia agreste y difícil, será mención fundamental en los cuentos de los ayeres pescadores y generosos que pudimos nosotros vivir, es decir, que para todos los que tuvimos la suerte de conocerlo, apreciarlo e interpretarlo, será siempre aliento de sonrisas y de afectos.

Así, con sonrisas, se recuerda siempre lo que queda, del paso por la vida de las buenas gentes.

Pero hoy escribo, notoriamente triste.

Dolorido y nostálgico por saber que no pude.

No pude estar ocupando ese lugar donde tal vez pudieron ser útiles mis afectos, porque como muchos de acá, vivo en este mundo agitado y convulso que obliga.

No pude dejar esta ciudad por un rato, y correr allá, sí allá donde se oye el murmullo de nuestro río truchero que él tanto quiso, para acompañar en serenidades los últimos momentos del amigo viejo y de siempre, del abuelo de la madurez, del afecto hombruno.

No pude estar a su costado, en la casa llena de las merecidas condecoraciones que tal vez él nunca imaginó recibir, como las del pueblo de Junín de los Andes, o aquella otra del Neuquén, o esa cariñosamente castrense del glorioso Ejército Argentino, las de la misma Asociación Argentina de Pesca con Mosca, y con él, mirando los ñires encendidos en la estufa, quizá vivir el mismo sueño, su sueño retrospectivo de una vida a pleno como vivió, de aquellos sus pasados cuando el siglo despuntaba en Junín, tiempos heroicos y montunos. 

No pude estar, para cortar sus largos y pensativos silencios frente al fuego, y pedirle una vez más como tantas, que me contara sus cosas con sabor a tiempo y olor a lejos.

No pude estar acomodando las brasas de sus últimos asados, como esos que muchas veces compartimos metidos en el frío surero. 

No pude darle una mano, como tantas veces pude, para clavar aquellos estupendos cuartos de capón charqueados en el asador.

No pude llenar sus últimas copas, a escondidas de la Elena maravillosa y compañera, protección y fe, espalda y apoyo, madera y solidez.

No pude acompañarlo en su última recorrida por la huerta, últimas visiones de lo que hizo y tanto quiso.

No pude acompañarlo hasta lo de Tito, buscando el buen asado de costilla ancha, para generar, conjuro de fuegos y comunión de vinos, un rato tendido de charlas compañeras.

No pude estar, para recordar juntos una vez más, las cosas del ayer más cercano, aquella fiesta de los 85 años con orquesta y todo, aquel puchero invernal, aquel asado lago al fondo en el Refugio que él fundó y hoy es de Horacio, qué sé yo, todo, todo cuanto sucedía cuando los álamos se cargan de verdes y hojas nuevas, cuando el río viene lleno, cuando las montañas se cubren de rojo hecho de notros en flor, bueno, cuando llega el verano... sí... el verano generoso del sur, en aroma, en luces, en pescados.

No pude estar para ayudarlo a capear los cariñosos retos de Elena por no comer.

No. No pude estar.





Para compartir tristeza, silencio e invierno, al lado del hombre que atravesó nevazones, que trepó vientos, que superó soledades, que le ganó a las carencias, que, forastero se hizo criollo y patagónico por fortaleza, que hizo de la cordillera su querencia definitiva y profundamente amada. Y que supo de la victoria noble y bien ganada, ya con la compañía familiar, lúcida y activa que Elena creó para él.

No pude estar.

Supe, por carta escrita por Horacio Baylac, él sí en su lugar al lado de don José, que en uno de sus momentos de leve mejoría, días antes de morir, el gran Turco le pidió que lo llevará a la Boca para ver los pescados que están aguas abajo de la curva...

Tal vez, la premonición de su adiós.

O acaso para pronunciar él, en voz baja ese adiós ante la visión de “las grandes” que tanto lo deleitaba.

O tal vez para llevarse fresca esa visión.

No puedo hacer ahora la historia de don José Julián.

No bastarían las páginas de Safari. Sólo puedo escribir lo que tengo adentro, que me sale del fondo mismo del sentir, tal vez, forma de desahogo de dolores y tristezas.

No caben aquí los formulismos. Lo cierto es que se nos fue un símbolo de un pedazo de vida, alguien que formó parte, activa y real, de muchos muy buenos momentos.

Como dije al principio de estas desordenados líneas, el tiempo traerá sonrisas.
Pero siempre, desde hoy, allá en las tierras y aguas neuquinas y junineras, vivirá don José.

Tema de charlas. Diálogo de cada cebadura mañanera. Calor en cada fogón. Recuerdo en los vinos amigos y en los whiskys trasnochados. 

En el monte, en el gran lago, en las huellas, en cada pozón, en cada corredera del río truchero.

Pero fundamentalmente don José usted estará en todos los días de cada amigo mosquero, en el agua sorprendente y sugerente que quiso ver con Horacio por última vez: en la Boca del Chimehuin.

Sus pescados, esos inmensos de allá, harán guardia siempre.

A cada uno que saquemos, vendrá otro igual a reemplazarlo, a cubrir la guardia, para acompañarlo, José Julián, porque usted no se irá nunca de Junín de los Andes, aunque una ley definitiva de Dios lo haya llevado de la vida.

¿Qué pasa... hay ya lágrimas y sonrisas juntas?