Cada vez que entierro mi pala en la greda del lago para llenar un balde y luego cocinar dentro de ella una trucha fontinalis al rescoldo, pienso en él. Fue, quizás, ya siendo cocinero y de mediana edad, un padre que elegí en el silencio de una gran amistad compartida en centenas de almuerzos, vinos y algunos pocos días de pesca juntos.

Recuerdo cuando me acompañó en un viaje a mi cabaña patagónica. Ya con la salud frágil, a la mañana me gritaba: "¡Muchachito! ¿Está el desayuno?" Luego le poníamos los waders y lo llevábamos a los pozones de los ríos. Allí, mientras él pescaba yo le preparaba un enorme fuego toldado para la lluvia y lo obligaba a salir del agua y sentarse con un tazón de caldo en intervalos de charlas. Sus ojos brillaron de alegría el segundo día, cuando me dijo: "Si la corriente me lleva, no me busques, es un buen lugar para morir".

Él transportaba en sus grandes manos la esencia de la Patagonia; las lágrimas de sus ríos, el candor de sus soles, pero sobre todo una mágica irreverencia nacida en las fronteras de su espíritu irlandés; obcecado y también frágil. Su sonrisa y alegría cobijaban a un niño que lo acompañó siempre. Nunca olvido el día que falleció y besé su frente, un nudo en la garganta me obligó a salir de su casa de Palermo Viejo y caminar erráticamente, despidiendo a un amigo que me enseñó más con el silencio que con las palabras.

Jorge Donovan fue un pescador de mosca por excelencia, su libro Nací pescador es un recorrido por su gran afición, que llevó por varios continentes, aunque quizás su alma siempre habitó las nacientes del río Chimehuin, donde hoy descansa, al pie del Lanín y muy cerca de la casa de su entrañable amigo el Bebe Anchorena.

Nunca fui un gran pescador, tiro la mosca con distancia. Según él me decía, tiro tan mal que se negaba a pescar cerca de mí, no podía mirarme y no comprendía porque yo no aceptaba que me enseñara. Él sabía, como yo, que lo que nos unía, era la Patagonia y no la pesca. Pesco para comer, pero no tengo esa pasión que une a los pescadores cuando, luego de la comida, cuentan cada detalle de la eclosión, las peleas de un pique en las correderas o cuando el pez toma la mosca seca en un apaciguado pool con la última luz.

Una vez acepté acompañarlos con el magnífico Mel Krieger, en un viaje de pesca al río Grande. Sin avisar, llevé una novia escondida, ya que el tedio de última tarde y las conversas de pesca me producían resquemor. Por las noches les cocinaba, nunca pesqué, pero una mañana ventosa, estando yo a la vera del río, lo vi a Mel sacar una enorme trucha marrón de diez kilos. Cuando la estaba por soltar, me acerqué y le dije: "La quiero cocinar". Él me contestó: "Hace treinta años que no mato una trucha". Redoblé una intensa mirada al centro de sus ojos y me la dio. Esa noche, en la enorme cocina de leña, la cociné muy despacio en la plancha, pasada varias veces por harina para proteger su piel. Meses después recibí una carta de Mel en la que me decía que había disfrutado enormemente de aquel particular ciclo de pesca y cocina; también decía que había sido la última trucha que mataría.

Durante muchos años la colección de antiguas cañas de pesca de bambú y los reels de bronce con líneas de seda de Jorge descansaron en las paredes del comedor de mi restaurante Patagonia, de la calle Salguero, donde casi todos los días almorzábamos con él, Raul y Marcial. Años después de su muerte, alguien las retiro para llevarlas a un club de pesca, las entregué con tristeza. Allí en mi casa, cerca de mi cocina, residían los símbolos de este hombre magnífico.

Jorge, debés saber que cada vez que paso por los pozones del chinchorro, tu nombre está escrito en las añosas lengas que aún cuidan de nuestra amistad.

por Francis Mallmann