La primera semana de febrero del año en curso, nos destinamos con mi hermano Ezequiel Miraglia y mi primo Juan Cruz Alvares De Paola a un viaje de pesca a Junín de los Andes. Las reglas eran básicas: Llegar, dormir, comer, pero sobre todo pescar. Si bien he visitado más de una vez Junín en familia por pesca, yo sabía que esta vez iba a ser diferente a todas.

Años anteriores, cuando todavía estaba en el colegio, los viajes al sur, a veces, llegaron a ser anuales. Estos viajes a pesar de que eran familiares, se centraban en la pesca desde el día 1. Cada integrante en la familia tenía su lugar en las flotadas o incluso en los lagos. Algunos se destinaban a pescar, otros a tomar sol, unos pocos a mirar y observar. Si bien hoy gracias a esos viajes sé tener una caña en la mano con firmeza y acentuando que algo que amo es la pesca con mosca, en esos tiempos primerizos lo que sostenía con firmeza era un copo para sacar lo que los demás pescaban y ayudarlos a sacarse una foto. Acostumbrado a esas flotadas de ríos y embarcaciones en los lagos junto a los guías de “Flotadas Chimehuin” diciéndonos donde pescar, como pescar, que mosca utilizar y hasta ayudándonos a mejorar nuestros casts, esta vez me sentía 100% seguro.

El primer día que nos enfrentamos al río Malleo. Una vez ya estacionado el auto, empecé a alistarme y prepararme para salir corriendo a vadear el río a toda costa. Lo más interesante pasó en este momento, ya que una vez alistado puse un pie en el agua y muchas preguntas empezaron a surgir en mi cabeza: ¿Con que mosca empiezo? ¿Por dónde empiezo? ¿Río arriba o río abajo?

Obviamente todas esas preguntas no eran de una completa ignorancia de la pesca ya que pesco hace varios años. Pero esas preguntas surgieron porque era la primera vez que me enfrentaba al río sin una persona experta a mi lado que me indique, ni tampoco tenía la seguridad de que haciendo lo que hacía iba a poder pescar.

Sin pensarlo dos veces entre la emoción y las preguntas, entré en el río con confianza y con una mosca seca de acompañante. Sin perder la esperanza y viendo saltar pequeñas truchas a mi lado pude empezar a pescarlas ya pasada la hora y media de insistencia. En este momento ya había entrado en confianza con el río y me adentré sin miedo otra vez pero más profundo, el agua no termina de pasarme las rodilla que siento algo frío entrando a través del wader y me doy cuenta que el mismo estaba pinchado. Realmente no estaba pinchado pero los años habían hecho que sus costuras se pudran y descascaren en el interior del mismo.

No hace falta decir que semejante viaje, semejante emoción y euforia hicieron que mis preocupaciones no vayan más allá de una simple frase de ironía para levantar el ánimo: “justo empezaba a hacer calor”… Llegando el medio día, me saqué el wader, me puse unos pantalones cortos con las botas de vadeo y apenas terminamos de picar unos sandwiches, yo salí a pescar con el sol ya casi obligándome a que pare un rato. El problema era que ya había encontrado la mosca ideal y los lugares ideales y no paraba de sacar truchas pequeñas, que por más pequeñas que sean era toda una hazaña y muy divertido.

Ya casi terminando el día, el viento empezó a tener vida y la temperatura empezó a bajar. Yo mojado y con ropa fresca, empecé a sentir el frío. Los chicos también exhaustos, decidieron que era hora de volver. Sin pensarlo dos veces, tiré una Chernobyl Ant amarilla que tenía puesta, para que se estire la línea y recogerla desenredada. No se terminó de estirar la línea que sin darme cuenta la mosca había caído al final de la correntada donde se forma el borbollón y luego el agua se tranquiliza.

A todo esto, pasando en milésimas de segundos y con la poca y casi ya nula visibilidad se le suma un lomo marrón y plateado, desesperado por agarrar mi mosca como si fuese lo último o único que había para comer. Entonces, mi desesperación por poder clavar esta marrón que me iba a completar el día, hizo que levante la caña y en tan solo tres sacudidas se fue a la profundidad y se cortó el nudo de la mosca.

Obviamente angustiado por la pérdida, me quedo en silencio mirando la línea flotar en el río, formando una parabólica con mi caña, producto de no tener tensión. La situación me hizo entender que si bien no había buenas condiciones climáticas por el excesivo calor, las truchas de gran tamaño estaban. Seguramente en lo profundo donde la temperatura del agua es más acorde a su gusto, pero sin dudas estaban.

Una vez adentro del auto y hablando con los chicos del día de pesca y las diferentes anécdotas, me di cuenta que no lo estábamos haciendo como unos expertos pero tampoco lo estábamos haciendo como unos principiantes. Habíamos pescado más en cantidad que en tamaño pero pescado en fin.

Los dos días siguientes fueron parecidos a su manera. Si bien podíamos pescar, algunos días pescábamos más y otros menos, pero siempre el tamaño nos quedaba corto para la pesca que queríamos. Asimismo las moscas se iban agotando y la creatividad de “donde y como” pescar el río iba decayendo.

A la vuelta, ya anocheciendo, me contacte con Andrés Fontanazza. Un gran amigo y compañero para que me aconseje y me ayude con los días restantes de pesca. Esta persona no solo es un guía al cual acudíamos sin excepción en viajes anteriores junto a toda su familia, sino que él fue también mi mentor. Él fue quien me enseñó no solo a castear y a posicionarme sino también a pescar cuando tan solo tenía menos de 10 años.

Al comunicarme con Andrés y cruzar no más de 5 palabras nos ofreció que nos reunamos en su casa para ayudarnos y de paso nos poníamos al día en estos años que pasaron desde el último viaje de pesca a Junín. No terminamos de entrar a la casa que ya tenía waders en buen estado, moscas y hasta una morsa para atar gusanitos de sauce en el campamento.

Una vez volviendo al campamento y maravillado por tanta amabilidad de su parte, te das cuenta que ese lazo que se produce entre guía y pescador y que se asemeja más a un gesto de familia lo forma la pesca con mosca. Tantos momentos compartidos, hazañas, anécdotas que quieras o no terminan formando este “algo” que perdura a través de años y distancia.

Pasando la semana, un día rompimos la regla impuesta por nosotros mismos llamada “madrugar para pescar”. Obviamente nos quedamos dormidos producto del desgaste físico de la semana. Ese día estábamos desayunando a las 8:30 am y estábamos en el agua a eso de las 9:30 am.

Ni bien bajamos del auto y entramos al río a la par nos pusimos a pescar. Esta vez ya despreocupados porque habíamos pescado, tranquilos porque llegamos tarde y más que nada disfrutándolo a pleno porque eran nuestros últimos días.

No pasaron 15 minutos que mi hermano Ezequiel saca una marrón muy linda de debajo de un sauce al cual yo también le estaba tirando pero más abajo donde se formaba una corriente. Ya el día había empezado espectacular. Yo seguí insistiendo durante unos minutos más porque veía comer a varias truchas en la corriente debajo del sauce.

Acompañado de una mayfly y un gusanito verde de sauce a 50cm de la misma fui insistiendo hasta que pude pinchar una arcoíris de gran tamaño y muy luchadora por cierto. Gracias a esto me entusiasmé el triple y con mi hermano fuimos pescando río abajo sin dejar un solo hueco.

Unos 40 minutos más tarde me encontré con mi hermano que estaba intentando pescar unas truchas en un pozón de en frente. Las mismas estaban comiendo mayflies muy pequeñas, detrás de un sauce donde se formaba una corriente muy parecida a la del sauce anterior.

En un momento mi hermano me dice “son unas wachas, le paso la mosca por todos lados y no la agarran”. No parecían muy grandes pero sabíamos que estaban. Le hice la propuesta a mi hermano de cruzar al otro lado a pesar de la profundidad y caminando por una parte más segura antes de que se forme el pozón pudimos pasar.

No terminamos de llegar al pozón que vimos unas truchas inmensas pero estaban como a dos metros de profundidad. Le tiramos con todo nuestro arsenal y no había caso, ni se mosqueaban. Después de unos 40 minutos tirándole y observando sus comportamientos se me vinieron a la cabeza dos opciones. Una era volver a tirar el gusanito verde tan preciado y la otra idea venia de lo profundo de mis pensamientos donde lo escuchaba a mi papá y a mis jefes aconsejándome y diciendo “Afinen los leaders, afinen los leaders, afinen los leaders…” y así repetitivas veces.

Até el gusanito con 5x, las truchas se vieron más conmovidas y lo seguían apenas caía. En un momento el gusanito pasa a 2 cm de una y lo ataca con furia y mi adrenalina explotó. Finalmente pude sacarla y nos llevamos una experiencia increíble difícil de transmitir con tan solo palabras.

Uno de los últimos días nos contactamos con Angel Fontanazza, el papá de Andrés para hacer un día de Lago como en los viejos tiempos. Ese día diferente hubo viento, pequeñas lluvias y hasta en un momento un sol impresionante, como acostumbra a ser el Lago. Si bien se esperaban grandes monstruos, la pesca fue muy buena y muy divertida como siempre.

En conclusión, fue un viaje en el que aprendí a valorar la pesca más que como un simple deporte: porque es distinto a cualquier otro, no se trata de perder o ganar. En este deporte hasta cuando perdés, ganás. Porque si bien uno puede perder una trucha, gana una experiencia, una sensación y un recuerdo. Y algo que también aprendí es que toda experiencia previa para este deporte puede ayudar, pero jamás será suficiente para una nueva experiencia.